miércoles, 30 de noviembre de 2011
Under my umbrella -ella -ella

Ayer amaneció lloviendo, cosa que no es muy rara por estos días en Cali. Dado que el único billete que cargaba en la cartera era mi dólar de la suerte (situación que también se me ha vuelto común por estos días), sabía que no podía arriesgarme a que me dejara el bus de la empresa, supongo que el jefe Pluma Blanca no me creería si lo llamo a decirle que no pude ir a trabajar porque no alcancé la ruta y no tengo los $2.000 para coger la “Rozo-Cerrito” hasta la planta. Así que después de desayunar y cepillarme los dientes, sin tiempo para maquillarme, agarré mi paraguas y caminé un poco más rápido de lo usual hasta mi parada, un semáforo que queda a 4 minutos de la puerta de mi apartamento.

Llegué a la parada justo a la hora a la que pasa el bus cuando el conductor pretende ser puntual, pero pronto me di cuenta de que ayer no era uno de esos días y que yo iba a tener que esperar otros 10, quizás 15 minutos bajo la lluvia. Entonces tuve tiempo de sobra para detallar el lamentable estado de mi paraguas: está roto, oxidado, no abre del todo bien y de sus 8 puntas, 3 se han convertido en un horrible alambre desnudo. Pensaba en la necesidad de comprar un paraguas nuevo cuando, cómo no, la lluvia aumentó. Tanto que ese pedazo de tela impermeable ya no era suficiente para cubrir mis pies. ¿Hay algo peor que la sensación de una media mojada?


¿Quién me presta para una nueva umbrella -ella -ella, eh eh?

El semáforo cambió a verde otro par de veces y mi bus ni se asomaba. Yo mientras tanto intentaba sin éxito mantener secos mis brazos y pies bajo mi pequeño octágono protector; aunque cualquier esperanza de llegar a la planta con las medias invictas ya estaba perdida, toda mi concentración estaba dedicada a no dejar que el paraguas se moviera ni un milímetro, ya que a la menor alteración de su equilibrio todo el agua acumulada se descargaba sobre mis zapatos, el asunto se me estaba convirtiendo casi en un ejercicio de meditación. De repente un sonido me sacó de mi estado “zen”, una camioneta que acababa de pasar al frente había disminuido su velocidad y me estaba pitando, o bueno, estaba pitando cerca a mí.

Me quedé mirando la camioneta, una KIA negra que ahora se había detenido unos metros delante de mí y seguía pitando. En el andén había más personas y yo no tenía forma de saber si la cosa era conmigo o no. Me pregunté si debía acercarme a su puerta, los vidrios polarizados no ayudaban, bien podía ser un compañero de la empresa que se estaba ofreciendo a llevarme; o podía ser un equis parando para recoger a otro equis, que me diría algo como “¿Por qué carajos pretendes subirte a mi carro?”; o también podía ser un asesino en serie que raptaba a sus víctimas en mañanas lluviosas al norte de Cali.

Fueron esas últimas dos opciones las que me hicieron tomar la decisión de ignorar al conductor misterioso y mirar hacia otro lado, de todas formas mi bus ya debería estar por pasar y no había necesidad de exponerme al ridículo o a una muerte violenta así tan fácil. Finalmente el de la camioneta desistió y siguió su camino. La ruta, que a estas alturas ya llevaba 15 minutos de retraso, apareció en el siguiente cambio del semáforo.

Media hora después estaba en mi oficina cambiándome las medias cuando entró el Gerente de Producción, al verme lo primero que dijo fue:

-No quiso ponerme cuidado esta mañana, ¿no?

- Ayyy, ingeniero ¿era usted?, ¡qué pena! – Le respondí, no sin antes ponerme roja como un tomate.

- Yo le pitaba y le pitaba y usted seguía ahí, así…

Mis compañeros no pudieron contener la risa cuando el jefe Pluma Blanca empezó a imitar mi posición y los gestos que hacía bajo mi triste paraguas.

Maldita sea. Se vale mojarse las patas, se vale tener una sombrilla espantosa, ¿pero dejarse ver por el jefe en semejante estado?, y peor aún: ¿ignorarlo?... Esto sólo me pasa a mí.

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Y esto sólo le pasó a Maria() a las 7:04 p. m. | 8 Infelices comentarios