viernes, 19 de noviembre de 2010
Caer y escalar, escalar y caer
El miedo me paraliza, al pensar en lo que pudo haber pasado me siento frágil, no quiero estar sola. Pero tampoco quiero llegar en este estado al gimnasio de escalada. Mi hermano ya debe estar esperándome y no quiero echarme a llorar delante de sus amigos. Me calmo, tomo aire, la llamada de mi novio es lo que más me ayuda. Con él puedo desahogarme hasta que mis manos dejan de temblar.

Ya ha pasado casi media hora... iba caminando hacia el gimnasio cuando sentí una sombra detrás de mí, muy cerca, me incomodaba pero lo ignoré. Al llegar a la parte más oscura de la calle se acercó corriendo hacia mí y agarró mi bolso con fuerza... no quiero pensar en eso.

El gimnasio está al otro lado de la calle, hoy es mi cuarta clase y la he estado esperando durante toda la semana. No, no me voy a dejar dañar la escalada, quiero que el dolor que siento sea por un deporte que disfruto y no por haber luchado en defensa de mis pertenencias. Todavía tengo la voz de mi novio en el manos libres. -no me dejes sola- le digo. -aquí estoy- contesta. Cruzo la calle, sigo con esa sensación de que todos los que pasan cerca quieren hacerme daño.

Preferiría no contarle a mi hermano lo que me acaba de pasar, pero la cartera rota y las peladuras en el codo y el hombro son difíciles de disimular. Así que al verlo pongo mi mejor cara de "todo está bien" y le cuento la historia resumida y minimizada. Él no sabe cómo reaccionar, lo único que me dice es que qué bueno que no me pasó nada y remata con un "vaya cámbiese pues".

En el baño puedo detallar por primera vez el raspón en la parte baja de mi espalda. Arde mucho, está sucio y suelta un líquido transparente, pero no es una herida profunda. Mientras me cambio pienso en mis gafas, me harán falta mañana en el trabajo. Me da rabia haberlas perdido, no le sirven a nadie más que a mí y me va a costar tiempo y plata mandar a hacer unas nuevas.

Ya estoy cambiada y lista para mi clase, sólo me faltan los gatos (así se llaman los zapatos para escalar). Como aún no he comprado los míos tengo que usar unos de la caja de gatos del sitio, la cual bien podría ser catalogada como un arma biológica. Busco y busco hasta aceptar que los gatos que me gustan, los marca Five Ten que son una talla menor que mis zapatos, no están. Pero yo quiero esos, los demás me quedan demasiado apretados, ¿dónde están? Quiero decirle a mi hermano que me ayude a encontrarlos, quiero tener 5 años y hacer una pataleta por esto. Y que venga mi mamá y me diga que en la próxima cosecha me comprará unos mejores. Quiero decirle a mi hermano que me siento mal, quiero dejar salir las lágrimas que estoy aguantando desde que lo saludé.

-Fede, no están los gatos que yo uso.
-De malas, póngase otros.

¡Reacciona, tonta! ya no eres una niña. No consigues todo lo que quieres, y se supone que tienes la fortaleza para enfrentar tus problemas. Nadie te va a salvar del ladrón, nadie te va a abrazar y decirte que ya pasó. Finalmente escojo de la caja unos gatos naranjas, un poco más viejos que los 5:10, al amarrármelos me doy cuenta de que tengo unos nuevos gatos favoritos y que ésta será una noche llena de dramas internos, reflexiones pendejas y analogías baratas.

Alejo, el instructor, me pone esparadrapo en las heridas de las manos. Dos niñas que están entrenando se acercan a preguntarme qué pasó, yo repito la historia, esta vez con más detalles, de todas formas sigo intentando aparentar que no me afectó, que estoy fresca. Caliento y hago los estiramientos de rutina completamente ida, repasando la escena una y otra vez en mi cabeza… Todo pasó en cámara lenta. Grité, me aferré a mi cartera, él me tiró al piso y me arrastró. Ninguno de los dos soltaba el bolso. Le grité hijiueputa y después pedí ayuda. En el suelo, con mi espalda siendo arrastrada por el andén, se me ocurrió lanzar patadas a sus piernas, y milagrosamente dio resultado, larga vida a las botas con puntera de acero. El ratero finalmente soltó mi bolso, que a esas alturas ya estaba todo descosido por un lado, y arrancó a correr mientras tres señoras asomadas en las ventanas de un edificio cercano me preguntaban si estaba bien…

Bueno, a lo que vine. Comienzo con el muro más fácil, de hecho es el único que he tocado hasta ahora. Me dicen que haga una ida y vuelta para comenzar, pero no logro hacer el trayecto completo. Dos, tres, cinco, diez intentos fallidos. Me siento tan torpe y pesada. Estoy entre la descarga de adrenalina por haber vencido al ladrón y el desconsuelo de sentirme absolutamente vulnerable; pero lo segundo es más fuerte y termina por sabotear mis movimientos.

Alejo se da cuenta de que el muro me está quedando grande. Se acerca y me enseña a “descolgarme” para distribuir mi peso, de esa manera las piernas no son las que hacen toda la fuerza sino que se reparte entre los brazos, el abdomen y los pies. Siento venir otra analogía chimba, claro, lo que necesito es distribuir esta carga, pesa mucho. A pesar de la lección de Alejo no soy capaz de ir y volver, algo tan bobo que lo hice en mi primer día, sin saber nada. Pero hoy nada me sale. Las manos me tiemblan, como que la fuerza se me quedó desparramada en el andén de la carrera ochenta con calle quinta. Sí, debe estar haciéndole compañía a mis gafas.

Me siento en una de las colchonetas a descansar. Fede y sus amigos están haciendo una ruta difícil, o al menos a mí me parece imposible. Son unos duros, se mueven como si no pesaran un gramo, carajo, lo hacen ver tan fácil. Hay una niña que avanza con tanta delicadeza que parece que estuviera bailando tango. De repente ahí está mi hermano, colgado del techo cual araña. Uno de sus pies no está apoyado en nada. Tiene la cara roja por la fuerza que está haciendo. Verlo me recuerda una de mis motivaciones para aprender a escalar “si mi hermano, el hombre más sedentario que he conocido, pudo hacerlo, cualquiera puede”. Seguiré practicando una vez a la semana, de pronto más, y seré tan buena como ellos.

Foto tomada con el celular que NO me dejé robar hoy.

Reúno fuerzas nuevamente y le pido a uno de los “pro” que me asigne una ruta fácil. Y se toma en serio lo de fácil, es una secuencia de siete presas para usar con las manos, y las que quiera con los pies. La siguiente hora la paso tratando de sacar la ruta, sin embargo sólo logro llegar hasta la penúltima pieza, la última es en el techo y, aunque logro acercarme varias veces, no tengo la fuerza necesaria para impulsarme y subir. Pero bueno, siento que aprendí un poco más, tal vez la próxima semana llegaré al techo al primer intento.

Caminando con mi hermano hacia la parada del MIO descubro que estoy muerta del miedo, y que las calles que antes recorría con cierta confianza ahora me parecen extremadamente peligrosas. Pienso en ese mandamiento colombiano de “no dar papaya”, ¿pero entonces qué, si ahora todo es papaya?, ¿no hago nada por miedo?, ¿dejaré de venir a escalar sólo porque intentaron robarme llegando al gimnasio? No creo que valga la pena. Hoy hice algo que nunca había hecho: enfrentarme a un ladrón. Sé que fue muy arriesgado y que era probable que la historia hubiera tenido un final más trágico, pero no me parece que vivir con miedo sea la solución a nada.

Recuerdo haberle gritado “¡largate malparido!” cuando vi que emprendía la huida. En ese momento me di cuenta que todas mis cosas estaban tiradas en el andén, creo que con cinco segundos más de forcejeo el tipo habría conseguido lo que quería. Todavía no sé por qué decidí que no me robaría ni por el putas.

Hoy aprendí la diferencia entre boulder y secuencia. Hoy aprendí que nadie tiene derecho a quitarme mis cosas.


Update amarillista.

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Y esto sólo le pasó a Maria() a las 12:41 a. m. | 19 Infelices comentarios