“Dolor de barriga” era el nombre clave para referirnos a la ansiedad por nuestro inminente viaje. El conteo regresivo se iba agotando y yo seguía sin creer que estaba a punto de salir de mi país por primera vez. Ese día mi dolor de barriga se transformó en ataque de angustia en pleno McDonald’s del aeropuerto El Dorado. De un momento a otro empecé a imaginarme las peores situaciones posibles, en las que me negaban la entrada a Lima o la salida de Bogotá, o me enfermaba estando lejos, perdía mis documentos en la mitad del viaje y otras mil catástrofes imaginarias; como pude me calmé y sin nada de hambre me embutí una hamburguesa, ya estaba lista para abordar.
Mi primer vuelo internacional aterrizó en Lima a la 1:00 a.m. del 4 de diciembre. Al salir del avión, con muy pocas horas de sueño encima, me sentí como un animal al que acabaran de liberar en un hábitat desconocido. Todo era novedad para mí, contemplaba cada detalle con una fascinación exagerada: los avisos, las personas, la publicidad, las construcciones, ¡hasta los semáforos eran diferentes! y ni hablar de los acentos de la gente. Creo que me comporté como toda una provinciana, de esas que bajaban del monte con espejito, durante todo el trayecto entre el aeropuerto José María Chávez (que por cuestión de gustos personales preferí llamar Manuel José) y la casa de Bruno, nuestro anfitrión.
A la mañana siguiente, y a pesar de no haber dormido muy bien por cuenta de tres gatos que hicieron de mi cobija su campo de juegos, me levanté dispuesta a explorar cada centímetro cuadrado de esa ciudad tan ajena, tan distinta. Lamentablemente la emoción que había sentido esa madrugada se desvaneció rápidamente cuando empecé a descubrir marcas idénticas a las que veo todos los días en Colombia.
Fue absurdo y a la vez abrumador. Es decir, uno sabe que en cualquier parte del mundo se va a encontrar una valla de Coca-Cola, pero no espera tropezarse con un anuncio de Colcafé, con bandera tricolor incluida, en medio de las calles limeñas. Y así iban apareciendo uno tras otro: Movistar, Totto, Fallabella, almacenes Bata, etc. Además de expresiones o costumbres que yo juraba que eran propias de nuestra cultura y también resultaban ser parte de la cotidianidad de los peruanos.
Mi desconcierto llegó al extremo cuando encontré, cerca del palacio de gobierno, un lugar donde vendían un dulce llamado “manjar”, que no era otra cosa que el mismísimo manjarblanco del que tanto nos vanagloriamos los vallecaucanos. Más adelante un carrito anunciaba vender Champús. Pensaba “esto ya es el colmo”, toda una vida convencida de que esos productos sólo se conseguían en mi región.
Mientras avanzaba nuestro recorrido me di cuenta que empezaba a sobre-pensar el asunto, de modo que tuve que hacer un esfuerzo consciente para dejar de comparar, me obligué a dejar de buscar las similitudes entre la plaza de armas y la plaza de Bolívar; entre el centro comercial Polvos Azules* y el famoso San Andresito; entre la avenida Abancay y la décima con Jiménez. La jornada turística no sólo estaba desmintiendo todo lo que esperaba de mi experiencia en un nuevo país, también me estaba haciendo cuestionar mi propia identidad. En una época de globalización y multinacionales al parecer nada era propio de acá ni de allá, ¿será posible que terminemos estandarizándonos por completo? Y cuando eso pase, ¿qué voy a llevar como souvenir para mi familia?
Al final probé la Inca Kola y se me pasó la pendejada.
Me fui de Perú feliz, habiendo probado el mejor cebiche de mi vida, con ganas de haber tenido por lo menos un día más para conocer lo que nos faltó de Lima;inmensamente agradecida con los Kámiche, una familia tan numerosa como hospitalaria, no habría podido ni soñar con unos mejores anfitriones. Pero el choque cultural que esperaba nunca llegó, esa diferencia abismal que me había pintado entre mi país y los demás jamás la vi.
Etiquetas: No me hagan caso
Querida marica:
Quiero explayarme machín, pero por respeto a los futuros presentes mejor no tanto. Mi caso es prácticamente IGUAL. La primera vez que salí de mi país fue a Sudamérica, y la escala fue en Perú, en cuyo aeropuerto pasé seis horas antes de tomar el avión a Quito (que por cierto, iba en realidad a Medellín). Todo lo que cuentas es inevitable y yo creo que a todos nos pasa, esa necesidad casi neurótica de compararlo todo. Mi teoría es que si uno sale por primera vez de su país a uno muy diferente, por ejemplo, cualquiera de Europa o incluso Estados Unidos (que ya nos lo tenemos bien aprendido gracias a la cultura pop, pero que en verdad resulta insondable una vez que estás ahí), las cosas sí parecen muy diferentes. Pero en cambio, cuando uno va a un lugar tan parecido, la cosa es rarísima.
Lo primero que hice en el aeropuerto de Perú fue comprar una Inca Kola -ooooobvio- y unas papas "sabor ají". El chico del súper me dijo: "Pero es que pican", y yo así de "Duuude, soy mexicana, ¿con quién crees que estás tratadno?" (claro que sólo lo pensé).
Curiosamente, donde más sentí esas extrañas similitudes con México, fue en Colombia. Todas esas marcas que mencionas, a excepción de Movistar, no existen acá. Sin embargo, yo salí de Colombia diciendo que era como el Shelbyville de México: las costumbres, las razas prehispánicas, los platillos, los dulces y las expresiones son similares, pero a la vez totalmente diferentes. Tal vez lo mismo pueda decirse de Perú, aunque ahí estuve poco. Tal vez en lo que más se parecen Perú y México es que ambos tienen gastronomías altamente eclécticas -juar juar- y muy diferenciables de zona a zona. Tampoco el acento peruano me pareció muy distinto al mexicano -el colombiano sí.
Otra cosa chistosa es que hay varias cosas que en Sudamérica existen en unos países y en otros no, pero en México para nada (México es como el primo lejano parecido, pero que vive hasta la chingada -o sea bien lejos). Por ejemplo los almacenes Fabella, los Crepes & Waffles, el Juan Valdez -estos últimos dos colombianos de origen, ¿no?. O la malta tan colombiana y venezolana, pero nomás de ahí. O el mate tan argentino pero sobre todo uruguayo y a la vez paraguayo y un poco chileno. Por cierto que la ciudad más parecida a una mexicana es Cartagena, por ser colonial. En fin, la experiencia es rara pero muy interesante, tal vez hasta más interesante que el contraste que uno encontraría, por ejemplo, en Rusia o Egipto.
Ojalá pronto vengas a tierra mexica y compruebes mi teoría de Springfield-Shelbyville.
¡Abrazo!